Origen y naturaleza del hecho literario. El término L. procede etimológicamente del latino littera (`letra') y sirve en términos generales para designar cualquier forma de comunicación escrita. En sus orígenes significó el arte de leer y escribir, el conocimiento de las «letras», con el valor que todavía hoy - se da, p. ej., a la expresión «Filosofía y Letras». El término es, en realidad, un calco del griego gramma (de ahí gramática), sólo que a través de la historia la palabra gramática se ha especializado, mientras que L. ha seguido manteniendo su amplitud primitiva. Así, entre las acepciones actuales, figura la de «parte escrita» frente a la que no lo es: p. ej., «la literatura que acompaña al catálogo».
L. era, pues, en un principio, lo escrito, en oposición a la expresión oral, que carecía del prestigio de aquélla. Lo que se escribe es lo que perdura, pues sólo lo que se consideraba digno de perduración merecía el honor de la letra. De ahí que desde sus orígenes la L. (siempre en su sentido etimológico) vaya estrechamente ligada a la Religión (pues las creencias necesitan ser conservadas, para su divulgación, en textos escritos) y a la Historia, que persigue también la perdurabilidad de los hechos. Desde la Antigüedad, la escritura es igualmente signo de la clase social dominante, ya que se convierte en labor esencial de las cancillerías como expresión de las órdenes y deseos del gobernante.
Durante muchos siglos, la palabra L. se ha utilizado en el amplio sentido de cosa escrita que se recoge todavía en numerosos tratados y manuales en los que bajo la denominación genérica se engloban conocimientos tales como la Didáctica, la Historia y la Filosofía. Hoy no es posible aceptar ya una acepción tan amplia, que diluye la personalidad del hecho literario en una serie de expresiones culturales cuya naturaleza difiere esencialmente de la suya. En efecto, si L. es sólo lo escrito, ¿cómo excluir de la historia literaria la amplísima producción que conocemos con el nombre de L. oral, tan importante precisamente para la L. española? (v., p. ej., ROMANCERO). Y Si en la misma incluimos todo lo escrito, no habría forma de separar de la L. diversos saberes y manifestaciones del conocimiento humano con tal que se expresaran con signos gráficos. En este último caso la historia de la L. sería, de hecho, como afirman Wellek y Warren (cfr. o. c. en bibl.), una historia de la civilización y su campo de estudio, por lo mismo que sería prácticamente inabarcable, no podría definirse frente al de otras disciplinas. Una concepción tan amplia de la L. reduciría la investigación literaria al papel de mero auxiliar de otros estudios más específicos. Sólo por el camino de la consideración estética del hecho literario es posible establecer una distinción más o menos rigurosa entre L. y otras expresiones artísticas, por una parte, y, por otra, entre L. y disciplinas no artísticas, como las científicas.
Aunque históricamente, como hemos señalado, la distinción entre L. como arte y otras formas de conocimiento (las disciplinas llamadas tradicionalmente de «Letras») no ha estado siempre clara, ya a partir del romanticismo (v.) se viene aceptando que cualquier expresión, escrita u oral, no puede ser incluida sin más en la historia de la L. si no se atiene a unas exigencias de orden artístico. En el mundo clásico, junto al término general de L. se acuñó la voz «poesía» (gr. poiein 'hacer'), entendida como resultado de una voluntad de creación artística que requería el conocimiento de ciertas normas establecidas. En este sentido, el término L. designa en la actualidad esa misma realidad estética que tiene su base en el lenguaje (v.).
La creación literaria en el mundo clásico suponía, por parte del escritor, el conocimiento de los sistemas teóricos de la Retórica (v.) y la Poética, de donde emanan las normas para encauzar y desarrollar la creación. La Poética ofrecía al escritor unos cauces adecuados por los que había de discurrir la materia literaria (v. GÉNEROS LITERARIOS), y la Retórica ponía a su alcance recursos de lenguaje que embellecían la expresión. Estos recursos de la Retórica proceden en su origen de la práctica de la oratoria forense y política, que buscaba con ellos persuadir al auditorio. De esta forma, la creación literaria mantiene en sus orígenes un estrecho contacto con la oratoria (v.), pues las dos utilizan recursos idénticos aunque con fines diferentes: creación de belleza en la poesía; convencimiento del público en la oratoria.
Si la obra literaria es sobre todo una creación estética que persigue la belleza, es también, básicamente, una creación lingüística y es posible indagar en su naturaleza a través del lenguaje: «El lenguaje es el material de la Literatura, como lo son la piedra, el bronce de la escultura, el óleo de la pintura o los sonidos de la música; pero debe advertirse que el lenguaje no es simple materia inerte, como la piedra, sino creación humana, y como tal está cargado de la herencia cultural de un grupo lingüístico» (ib.). La distinta naturaleza del lenguaje literario y el de las artes plásticas o el musical permiten, en efecto, distinguir la L. de las demás expresiones artísticas.
Una vez sentada la distinción entre creación literaria y creación artística en general es necesario analizar las diferencias del lenguaje literario con otras formas de lenguaje no artísticas. Para ello hay que considerar la obra literaria como el resultado de un proceso comunicativo en el que intervienen, al igual que en la simple comunicación conversacional, dos elementos que podemos llamar respectivamente «emisor» y «perceptor». Contrariamente a lo que sucede en el lenguaje ordinario, en la creación literaria el papel del perceptor (público lector) no es imprescindible, si bien determina muy frecuentemente gustos y criterios que inciden en el acto creador. El perceptor que recogerá la obra literaria en su mayor plenitud es el crítico (lat. criticus 'el que juzga') y su punto de vista puede ser orientador para los fines de futuras creaciones (V. CRÍTICA LITERARIA).
Este carácter comunicativo de la obra literaria está siendo muy resaltado modernamente por la llamada crítica semiológica (que engloba varias tendencias; V. SEMIOLOGíA), para la que la obra literaria, contemplada desde un punto de vista sincrónico, aparece como un verdadero «signo» en el sentido que da Saussure (v.) a la palabra. Para el estructuralismo (v.), p. ej., la obra es un complejo sistema verbal susceptible de ser analizado en los correspondientes niveles del significante y significado (v. SIGNO LINGÜÍSTICO).
Lo que define al lenguaje literario frente a la simple comunicación habitual es su carácter connotativo, es decir, va más allá de la mera intención comunicativa pues «conlleva el tono y la actitud del que habla o del que escribe; y no declara simplemente lo que dice, sino que quiere influir en la actitud del lector, persuadirle, y, en última instancia, hacerle cambiar» (Wellek y Warren, o. c.). En oposición al lenguaje literario, el lenguaje científico se presenta como esencialmente denotativo, es decir, «tiende a una correspondencia recíproca entre signo y cosa designada» (ib.). Y el lenguaje de la calle, que puede ser tan expresivo como el literario, no recurre a la connotación de manera tan sistemática y deliberada como éste. Se trata, pues, en este último caso, de una distinción más cuantitativa que cualitativa. Además de la condición del lenguaje y de su finalidad artística, otra característica distintiva de la obra literaria, según los citados Wellek y Warren, es la ficción, rasgo que es del todo independiente de su valor estético y así, aunque grandes obras del pensamiento humano (algunas investigaciones filosóficas, p. ej.) puedan conllevar elementos ficticios, no bastarían éstos para incluirlas en la historia literaria, pues les falta «la cualidad medular de la ficción».
A pesar de estas referencias, no es fácil objetivar las condiciones que se requieren para que una obra pueda ser catalogada o no de literaria. Esta objetivación está todavía por alcanzarse plenamente, pero a ella debe tender la ciencia literaria, si aspira a establecer criterios de valoración científicos. Los mismos autores Wellek y Warren concluyen que «una obra literaria no es un objeto simple, sino más bien una organización sumamente compleja de estratos y dotada de múltiples sentidos y relaciones». En la determinación de la naturaleza de la L. caben también otras perspectivas de enfoque basadas en rasgos que son en buena parte comunes a otras formas de expresión no literarias y que, por tanto, no significan nada distintivo. Sin desdeñar la importancia que estos factores puedan tener en la valoración del quehacer literario, hay que reconocer que apenas sirven para determinar por qué el texto que tenemos delante es L. y no Filosofía, p. ej. Nos referimos a ciertas interpretaciones, tales como la consideración de la L. como algo esencialmente psicológico (es decir, la expresión de un acontecimiento psíquico) o lúdico (desinterés práctico del autor) o como interpretación de la condición humana, etc.
Función de la Literatura. Este epígrafe general puede concretarse en las siguientes preguntas: ¿qué papel desempeña la L. en el ámbito de los conocimientos del hombre?,¿tiene alguna misión específica que la distinga de las demás formas de expresión artística? Para Wellek y Warren la función de la L. se define desde sus orígenes por la tensión dialéctica entre los conceptos horacianos de dulce y útil: lo dulce como placer de índole superior, puesto que se trata de una actividad noble del entendimiento, y lo útil en el sentido de función didáctica, de instrucción. De ahí que «cuando una obra literaria funciona bien, las dos notas de placer y de utilidad no sólo deben coexistir sino además fundirse». Hay muchos autores que consideran la poesía (v.), tomado el vocablo en el amplio sentido de creación literaria, como una forma de conocimiento que, como todas, persigue el descubrimiento de la verdad. Algunas Poéticas explican el hecho literario como una visión de la realidad que por ser distinta a cualquier otra se expresa con un lenguaje también diferente. Esta expresión subjetiva no significa un apartamiento del mundo real, sino un intento de explicar ese mundo por caminos que no son los de la lógica o la pura racionalidad. En cualquier caso, no se trata nunca de una forma de conocimiento científico; sus «verdades» no son «experimentales».
Sin entrar en otras teorizaciones, muy necesarias, por otra parte, para determinar con rigor la función de la L., hay que señalar que la experiencia personal del lector tiene mucho que decir en este terreno. Es innegable que si las obras literarias no proporcionan por esencia verdades científicas, sí suministran con gran frecuencia intuiciones de los hechos humanos que tienen gran validez. La L. anticipa muchas veces una especie de conocimiento psicológico de las acciones humanas; épocas, civilizaciones, acciones de la historia del hombre... pueden ser conocidas a través de testimonios que fueron escritos sin propósito histórico o documental, sino más bien estético. Pero estas lúcidas revelaciones que suelen llegarnos por vía literaria no deben confundirnos acerca del verdadero fin de la L., que es más bien estético. La L. no puede sustituir a las ciencias que investigan con métodos propios, pero contribuye, con su valor testimonial, a completar la visión que aquéllas nos dan.
También se ha hablado de la función de propaganda (en el sentido más elevado del término) que ejerce la L., pues el escritor no es sino «un vendedor persuasivo de la verdad» (Wellek y Warren, o. c.) y su misión, divulgar una determinada concepción de la vida. Esto es cierto, a menos que se acepte que el arte es puro juego o simple catarsis. El escritor puede ser, en palabras de T. S. Eliot, «propagandista responsable», como lo han sido grandes figuras de la L. universal que han escrito animadas por un propósito didáctico. Ello es siempre compatible con el valor artístico de la obra, a condición de que ese didactismo no se convierta en fin último. Defensores del «arte comprometido» como Sartre (v.) otorgan gran importancia a esta función de propaganda que tiene la L., pues en realidad nadie escribe para sí mismo: «Sólo hay arte por y para los demás... El lector tiene conciencia de revelar y crear a la vez, de revelar creando, de crear por revelación... [y por ello] ... toda obra literaria es un llamamiento». En realidad, otros muchos autores coinciden en que al escritor compete una responsabilidad moral, y ello es evidente; entre otras cosas tiene la misión de crearle una conciencia más viva y humana de los problemas (v. Arte y moral en ARTE IV).
Clasificaciones de la Literatura. Desde los mismos orígenes de la L. han sido muy numerosos los intentos de establecer una sistematización en el conjunto de las creaciones poéticas con arreglo a diferentes criterios. Durante muchos siglos, privó la vieja distinción de géneros literarios (v.), válida todavía en su esencia, que estableció una clasificación indicativa de ciertos contenidos y ciertas constantes formales: así puede hablarse de una L. épica, lírica y dramática. Posteriormente, sobre todo a partir del s. XVIII, han dominado clasificaciones hechas con arreglo a un esquema temporal (divisiones por siglos, especialmente). Sobre ella, la crítica alemana de principios del s. XX creó, p. ej., el concepto de generación literaria, de gran vigencia en años posteriores por influjo del idealismo historicista. La mayoría de las clasificaciones de entonces se hacían sobre la base de periodos históricos (L. clásica, medieval, renacentista, barroca, etc.), es decir, tomando la historia del mundo como unidad fundamental. A este criterio responden, p. ej., los grandes esquemas clasificatorios de Goethe y Hegel.
La crítica romántica, con su tinte nacionalista, clasificó las obras literarias por grupos nacionales; ahora es la clasificación lingüística, como antes la histórica, la que sirve de base a la literaria. El positivismo creó otros esquemas de clasificación. Volvió de nuevo a desempolvar la distinción por géneros literarios, desdeñada por el romanticismo, y las literaturas nacionales fueron consideradas como una multiplicidad natural dentro de un esquema general. Cobró auge la investigación sobre orígenes, trasmisión de temas y motivos, fortuna de los escritores y de los gustos literarios a través del tiempo, etc. Surgen también los estudios de L. comparada. Clasificaciones posteriores atienden al contenido de las obras. Así L. profana, religiosa, mística, heroica, caballeresca, política, picaresca, burguesa, etc. Recientemente, se ha insistido en clasificaciones basadas en el estilo de las obras, como L. clásica, ingenua, sentimental, barroca, etc., conceptos no exentos igualmente de connotaciones temporales.
R. REYES CANO.
BIBL.: R. WELLEK y A. WARREN, Teoría literaria, Madrid 1966; W. KAYSER, Interpretación y análisis de la obra literaria, Madrid 1961; T. C. POLLOCK, The Nature ol Literature, Prineeton 1942; G. DE TORRE, Problemática de la Literatura, Buenos Aires 1951; R. REYES, El deslinde: prolegómenos a la teoría literaria, México 1944; R. H. CASTAGNINO, ¿Qué es Literatura?, Buenos Aires 1954; CH. DD Bos, ¿Qué es la Literatura?, Buenos Aires 1958; T. S. ELIOT, Poetry and Propaganda, en Literary Opinion in America, Nueva York 1937; R. ESCARPIT, Sociologie de la Littérature, París 1959.
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