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viernes, 16 de enero de 2009

Entrevista a Roberto Bolaño

No sé quien soy
poco bipolares
Por Gabriel Agosín

Ediciones Universidad Diego Portales de Chile ha publicado el libro 'Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas', que reúne una estupenda colección de conversaciones con el escritor chileno, seleccionadas por el periodista Andrés Braithwaite. La edición cuenta además con prólogo del escritor mexicano Juan Villoro.
> LEE AQUÍ EL PRÓLOGO ESCRITO POR JUAN VILLORO
—¿Tiene algún sentido el éxito que tanto buscan algunos escritores o que simplemente les llega a otros, si pensamos que grandes autores, como Lautréamont, incluso han rehuido el reconocimiento social?
—Eso de que Lautréamont rehuyó el reconocimiento social es muy relativo. Si lo hubiese rehuido no habría publicado nada, y una de las pocas cosas que se sabe de él son los problemas que tuvo para imprimir los Cantos de Maldoror. Su segundo libro, inconcluso, las Poesías, no hace más que reforzar esta impresión. Toda escritura, de alguna manera, es un acto social. Eso no quiere decir que el escritor, en el momento de escribir, piense en los lectores. Pero no hay que olvidar que, mientras uno escribe, al mismo tiempo lee. No hay que olvidar que el escritor (hablo del buen escritor, por supuesto) es su primer lector. Tampoco, que un acto social es, por decirlo de alguna manera, un fenómeno complejo y diverso, en donde cabe desde una comida de caníbales hasta una recepción presidencial. Un acto social puede transformarse, sin ningún problema, en un atentado o en un velorio.
—¿Qué tan importante y determinante es la experiencia en el momento de crear?
—La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una cierta educación más o menos correcta, sino a un compromiso o, mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de antemano, además, que va a salir derrotado. Esto último es importante: saber que vas a perder.
—¿Cuál es tu relación con expresiones artísticas e intelectuales que pontifican desde sus escritorios y que tienen una actitud “aburguesada” ante sus vidas y obras?
—Bueno, se suele hablar muy mal de la llamada vida aburguesada. Yo nunca he tenido una vida así, pero me encantaría tenerla o haberla tenido. Lo que entendemos por vida aburguesada es precisamente a lo que debe tender cualquier revolución futura. Una vida aburguesada para todos. Es decir, una vida tolerante, abierta a cualquier corriente cultural, laica, firmemente anclada en los principios de la Ilustración. Por lo que respecta a las peroratas desde los escritorios, es una costumbre de los seres humanos que no creo que vaya a cambiar en los próximos doscientos años.
—¿Quién eres tú, Bolaño?
—De Bolaño se ha dicho tanto como se ha escrito. Que cultiva el género negro, que es heredero del boom, que es exitoso, que es el mejor exponente de la narrativa latinoamericana de su generación, que es polémico por su ácida crítica a los escritores chilenos, sobre todo a Luis Sepúlveda y Hernán Rivera Letelier.
—¿No te aburre tanta adjetivación, tanta rotulación, para referirse a tu vida y tu obra? ¿Quién es Roberto Bolaño, según Roberto Bolaño?
—Ni lo sé ni me preocupa. No sé quién soy, pero sé lo que hago y, sobre todo, sé lo que no hago ni haré jamás.
—Al leerte, a uno le da la impresión de que tu visión política está bastante lejos de ser una postura militante, pero que no por ello no es comprometida. ¿Crees que es un deber de los escritores pronunciarse explícitamente ante hechos contingentes?
—El único deber de los escritores es escribir bien y, si puede ser, algo mejor que bien; intentar la excelencia. Después, como individuos, que hagan lo que quieran; a mí eso me importa poco. Que sean coleccionistas de latas de cerveza o aficionados al fútbol, perritos falderos de la primera dama o heroinómanos.
—¿A quiénes estás leyendo con mayor atención en estos días?
—Leo varias cosas a la vez, algunas por mi trabajo, otras únicamente por placer. Entre las primeras: libros de criminología, en especial uno sobre las formas de baremar el daño corporal, especial para los detectives de las compañías de seguros. Entre los segundos: a Flavio Josefo, que siempre es brillante, y la relectura de la Historia de Roma, de Tito Livio, que es más que brillante.
—Es difícil encontrar estructuras narrativas novedosas o temáticas distintas a las habituales. ¿Es posible pensar que la literatura está agotada?
—Los temas siempre son los mismos, desde la Biblia y desde Homero. Según Borges, no son más de cinco. En las estructuras, por el contrario, las variantes son infinitas. Podemos construir obras de mil maneras diferentes y aun así estaríamos sólo en el principio. Por descontado, no creo que la literatura esté agotada. Eso no va a suceder jamás, al menos mientras los seres humanos puedan hablar. La literatura se alimenta de la oralidad, del habla de la tribu, de la jerga de la tribu. Las voces entrecruzadas y superpuestas que se pueden oír en un autobús, por ejemplo, probablemente contengan más energía que la mayor parte de los poemas que hoy se escriben en Santiago.


—¿Es posible hablar de originalidad en la literatura?
—Es necesario. Y no sólo de originalidad. Todo escritor debe tratar de escribir una obra maestra. Es necesario hablar, por tanto, de originalidad y de excelencia. Y también de placer.
—Enrique Lihn, a quien admiras mucho, escribió: “porque escribí estoy vivo”. ¿Por qué escribes tú? ¿Hay algún grado de arrogancia, como algunos escritores reconocen, en el proceso literario?
—En mi caso la arrogancia no tiene nada que ver con mi trabajo. Sería un redomado estúpido si así fuera. El acto de escribir, por el contrario, es un acto de humildad. En el momento de escribir no queda sitio sino para la humildad. Antes que yo hubo otros escritores que se sentaron en la misma mesa, que trabajaron con los mismos materiales, pluma, tinta, máquina de escribir, computadora. Escritores enormes a los que leo y releo. Imposible sentir arrogancia. Ahí sólo cabe sentir temor o humildad. Yo no siento temor.
—¿Cuál es tu relación sentimental con Chile?
—Razonablemente buena. Me gustan algunas cosas del Chile actual.Pero también me gusta un Chile más o menos fantasmal y un Chile inexistente y un Chile literario. Aunque creo que el Chile que más me gusta es el Chile gastronómico.
—¿Chile dejó de existir en 1973, como ha señalado Armando Uribe?
—Probablemente Uribe tiene razón. Todo país, de alguna forma, deja de existir en muchas ocasiones. Es decir, cambia. La España actual no es la España que yo conocí en 1978, sin ninguna duda, ni tampoco es la España de 1985. La Rusia de hoy, por ejemplo, no es la misma de 1989. Y la de 1989 no era la misma Rusia que la de 1953. En ese sentido los países son como cebollas, o como paredes que se descascaran y que luego llega alguien y las vuelve a pintar o las lija. Lo malo es cuando el que llega quiere echar la pared abajo. Eso también pasa. En cualquier caso, aunque la melancolía esté justificada, no sirve para nada, ni siquiera para constatar la desaparición de un país.
—Para muchos que viven en Chile, el resto del mundo no existe, salvo por uno que otro atentado. ¿Somos muy provincianos acaso?
—Los chilenos son tan provincianos como puedan serlo los argentinos o los españoles o los rusos. El provincianismo siempre enmascara otra cosa, generalmente el miedo o la inseguridad, y en este sentido, claro, hay un tipo de chileno que suele ser bastante provinciano, apegado al terruño y a sus símbolos como si se tratara de Dios Padre. En realidad, los países como entidades abstractas no tienen mucho atractivo. Las culturas sí. Tienen el atractivo de lo que envejece y cambia. Pero los países, aparte de ser, como decía el doctor Johnson, el último refugio de los canallas, son entidades más bien abstractas y pesadas. Y están destinados a desaparecer.

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